Notaba cómo el alcohol comenzaba a asentarse en su cabeza, no de una forma alarmante o agresiva, ni siquiera preocupante, en ese punto en el que te sientes definitivamente bien y divisas allá a lo lejos la cumbre, justo cuando decides que ahí te quedas porque no te apetece estropear la sobremesa ni estropearte tú. Se acababa de quedar solo porque sus acompañantes habían decidido de pronto que tenían que largarse en busca de los aseos, sus motivos tendrían, tal vez los obligados en una sobremesa y tras una excelente comida. Miró su copa, más de media, diciéndose que la alargaría porque todavía no le apetecía irse, estaba estupendamente allí sentado.
Tenía justo delante, a unos metros y colgada en la pared, una pantalla de televisión en la que emitían lo que parecía la programación correspondiente a aquella hora de la tarde, de la que no tenía ni idea porque generalmente no veía televisión, y menos a esas horas, lo de hoy era algo excepcional, si es que puede llamarse de ese modo a una comida con amigos con los que habitualmente quedas cada cierto tiempo, reuniones que suele prolongarse conversación tras copa y viceversa.
Ignoraba cómo irían ellos de cargados, se lo preguntaría a su vuelta, aunque comer con agua no suele ser peligroso. En aquel momento la pantalla mostraba a una mujer escuetamente vestida haciendo de hembra en un programa que desconocía pero que no tenía que ver con el sexo; el aparato, por supuesto, tenía el volumen silenciado, por lo que los movimientos de la mujer resultaban más absurdos que curiosos, ni siquiera interesantes, en ocasiones a punto de la dislocación, y su mínimo y recortado atuendo tan incomprensible como ridículo. La pregunta surgió inevitable, siempre la misma, por qué tener que hacer de hembra para ganarse la vida, trabajar para un tipo, o tipos, que jamás te verán como mujer y te pagarán en función de un patriarcalismo tan reaccionario y degradante como machista… o si, en cambio, se trataba de una autohumillación voluntaria porque económicamente merecía la pena, los hay codiciosos a los que no les importa rebajarse y tampoco se plantean por qué… cada uno es cada uno. Pero, en definitiva, no puedes pretender que un energúmeno al que solo le interesas por tu cuerpo te trate a la hora de pagarte como persona, no es una cuestión de razón sino de poder, te humillas trabajando y te humillan cuando cobras. Se trata de sexo en una versión cruel, odiosa y vejatoria.
El sexo puede ser tan sencillo como retorcido, tan dulce como violento, tan excitante como repetitivo o fastidioso, o una cuestión de imaginación, aunque la imaginación también se puede usar para muchas otras cosas que nada tienen que ver con el sexo, el sexo es otra más, probablemente muchos de los que presumen de imaginación en lo referente al sexo se morirían de asco y aburrimiento ante el desafío de un lienzo en blanco, unas cosas por otras. O simple y excluyente autosatisfacción, con lo que cada cual se lo organiza y lo practica a su modo, solo o acompañado, a pelo o con muletas. Porque también en lo que se refiere al sexo la especie humana es limitada, mientras que cerebralmente parece no haber límites en cuanto a la parte física las cosas son como son y cada uno es un mundo. Esa doble experiencia nos permite poner, imaginar y hasta ayudarse allí donde no llega el cuerpo, con el inconveniente de que en más ocasiones de las reconocidas lo importante es poder contarlo después para envidia del auditorio; dónde y cómo se llegó y si se disfrutó, independientemente de las fantasías e invenciones posteriores que pueda forjar cualquier cabeza, es otro asunto que a nadie interesa.
Tampoco existía ningún inconveniente en reconocer que el sexo de los hombres no era para tirar cohetes, había lo que había y se disfrutaba lo que se disfrutaba, y personalmente prefería disfrutar hasta donde alcanzaba que perderse en aventuras que solo podría saborear en pasado, porque la parte física interesada y más interesante llegaba donde llegaba y tampoco le atraía eso de presumir o relamerse a posteriori de lo que pudo o no pudo ser o sucedió. Podía sentirse distinto, y hasta limitado, por gustar de un sexo que no necesitaba de tracas ni pólvoras, ya que se trataba principalmente de compartir, de llegar cien por cien a un único cerebro en lugar de andar persiguiendo dos o cinco y no alcanzar ninguno. No se consideraba egoísta ni partidario de utilizar al otro, u otros, como juguetes de carne y hueso para el propio placer, ni siquiera por el morbo de que están vivos y no se trata de recomendaciones u ofertas de cualquier sex shop o página web de moda; quizás sea debido a que procuran más satisfacción o una sensación de poder, por aquello del dominio y la posesión, en fin… Porque a la hora de cerrarse sobre uno mismo, sexo y disfrute particular en exclusiva, no había nada mejor que las muñecas, perfectas, con las medidas y volúmenes preferidos, con una suavísima piel sin arrugas, celulitis ni lunares, ni pelos, ni preguntas ni genios, ni problemas añadidos, sin esas horrorosas sorpresas o desagradables descubrimientos en el momento de desvestirse, ni tropiezos ni torpezas a la hora de lo que fuera, sin la aburrida reiteración del porno más vulgar, sin necesidad de precalentamiento ni conversación valorativa posterior, sexo cien por cien personalizado…
La mujer de la pantalla continuaba con sus simplezas pretendidamente sexuales de hembra que, también supuestamente, deberían despertar en los hombres del otro lado ignoraba qué deseos o apetencias que nada tenían que ver con el programa que mostraba gratuitamente aquella ridícula y patética exhibición. A saber qué… ¡uf! en menudo lío se estaba metiendo, eso sí que era hacerse una paja mental, menos mal que ya aparecían aquellos dos riéndose de regreso a la mesa.