Quedar

Sentado sin ganas, permanecer de pie le apetecía aún menos, se entretenía con las terrazas de enfrente, sin una mesa libre que tomar con tal de garantizarse la tarde, la mayoría ocupadas por gente de su edad, probablemente con menos miedos y más pasta, al menos para pagarse un par de copas o algunas cervezas, y después lo que viniera. De pronto todo el mundo disponía de dinero, habían pasado de las estrecheces del botellón a la ocupación masiva de terrazas por horas, el tiempo que les dejaran a condición de consumir, intercambio para el que no había medida estipulada, unos y otros, propietarios y clientes, entendían que debía darse una reciprocidad que justificara la permanencia prolongada, no había otro lugar donde ir, los antiguos puntos de reunión, ese cualquier sitio convertido de inmediato en referencia, eran patrullados con frecuencia tanto por locales como por nacionales. Si querían reunirse y seguir bebiendo solo quedaban las terrazas de los bares, lugares inesperadamente bendecidos para los que ya no había temporadas, era todo el año, consecuencia del pacto socio-comercial establecido entre hosteleros y jóvenes con necesidades imperiosas de relacionarse, y mientras las cosas siguieran como estaban aquello era mucho más que nada.

Buscaba inconscientemente conocidos por si se les ocurría sentarse, no había planes para aquella tarde, aunque también podrían permanecer en el banco mientras el sol lo permitiera. La vio venir a lo largo de la acera, más próxima a los vehículos aparcados que a los árboles, igual de precisa, sin titubeos, sin pasos al azar, la mirada al frente ajena al mundo que la rodeaba; probablemente lo habría visto antes que él a ella, como de costumbre, y vendría preguntándose por su cabeza, o adivinando que andaba pendiente de las mesas de enfrente como posible opción, un lugar en el que gastar el resto de la tarde y lo que alcanzara de noche.

Se olvidó de las terrazas y se colgó de sus pasos, de su ropa, de su pelo y por qué ella siempre lo veía primero. Llegó junto a él, le beso, antes incluso de que pudiera reaccionar, y se sentó a su lado ¡Qué bien olía! ese olor era suficiente para cambiar la tarde, lo que unos segundos antes se mostraba más bien anodino y confuso de pronto se iluminaba y lucía espléndido, daba igual dónde y qué planes hubiera previstos; como le decía Inés, estaba gilipollas con ella, luego se reían y cambiaban de tema, sabedores ambos de la verdad de una afirmación tan sencilla como evidente.

Me voy, dijo sin mediar preámbulo, estoy cansada de esto, del pueblo, del tiempo, de esta espera que no conduce a ningún sitio, necesito sentirme viva, en un lugar que se mueva, no atrapada en esta permanente incertidumbre, apartada, viendo cómo pasa el tiempo, sometida a unas condiciones que ni son mías ni me parecen adecuadas; no puedo hacer mucho más, solo moverme, cambiar de lugar, de gente, de perspectivas, hacer otras cosas, o inventármelas, no puedo soportar este paso de días entre padres, hermanos, libros y exámenes que no son exámenes porque no llegan a examen, además de que a mí nunca me gustaron los exámenes. Lo siento por ti, no quiero dejarte pero tampoco puedo permanecer quieta, aunque me lo pidieras, que sería pedir mucho; si me conoces lo suficiente lo entenderás, no te pido que vengas conmigo sino que lo entiendas. Irme no cambia para nada lo nuestro, pero no aguanto más… volvió a besarle y se le quedó mirando; ahora le tocaba a él.

Qué lejos quedaban las mesas, y las copas y las cervezas, y los amigos que por fin había localizado y con ellos la posibilidad de sentarse y hablar de qué hacer en aquella tarde de un invierno que no parecía invierno. Su primer pensamiento o reacción fue que no sabía, cambiada la silla de sitio de pronto había olvidado cómo sentarse, el cuadro se movía, ella lo movía, también a él, descolocándolo, obligándole a pensar, comparar, dudar, decidir… ¡moverse! ¡uf! ¡qué pereza!

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