Medievo

En un arriesgado ejercicio de comparación histórica que igual no es tal, esta época que nos ha tocado vivir se parece más al medievo que al siglo XXI de un futuro que ya es presente, da igual si utópico o distópico; la confusión del personal, a falta de proyectos o líderes más o menos sólidos o con capacidad de ilusionar mediante empresas, da igual el plazo, esperanzadoras, parece endémica, la desorientación se generaliza y la ignorancia se multiplica por doquier. Fracasadas las visionarias distopías de aquellos gurús de la economía, o directamente sinvergüenzas adocenados del dinero a los que les importaba un pimiento la vida de la plebe, como fueron Hayek y Friedman, que han dejado este mundo hecho unos zorros, con una gran mayoría de la población viviendo peor y sabiendo y confiando cada vez menos, amén de vigilados, explotados, exprimidos y expulsados de los salones de la aristocracia del dinero, carne digital de cañón, el panorama es desolador.

Las religiones, mejor, la superstición vuelve a regir las voluntades, se mira hacia atrás buscando en la sagrada ignorancia de padres y abuelos una seguridad que hoy no es tal, una forma de vencer el miedo al futuro de no tener futuro. Los líderes de la actualidad son cada vez más básicos y cafres, estúpidos o directamente maleantes que se dirigen a sus ciudadanos o votantes como si fueran imbéciles, mintiendo y engañando sin pudor porque en la desconfianza general, subrepticiamente impuesta, nadie es de fiar, tampoco los que, apelando a la razón, los hechos y el sentido común, intentan con los datos en la mano que alguien les preste atención y con ello intentar enderezar el rumbo.

Sin embargo, hoy no hay milenarismos ni milenaristas que vendrán a salvar a la humanidad de este caos impuesto, queda, en cambio, la ignorancia y la sumisión permanente a una realidad digital que ejemplariza este nuevo medievo, una sucesión de aplicaciones, enlaces, casi divinos, imágenes y vídeos que asesinan el tiempo a medida que vacían el cerebro. Hoy domina esa inmediatez medieval de buscarse la vida por uno mismo a costa de quien o lo que sea, la sangrienta seguridad de los míos, contra viento y marea si ese preciso, pero sin la rudimentaria candidez de entonces, embebidos en infinitas islas digitales que nos muestran en un interminable bucle un mundo mágico, casi sagrado, que no existe ni existirá, únicamente visible a través del dispositivo que expertamente manipulamos, una experiencia tan básica como inútil porque, llegado el caso de no poder disponer de esa imaginaria realidad, nos mataría de hambre porque no sabríamos cómo vivir y desenvolvernos sin él. El cielo y el infierno de entonces, contado y mostrado mediante historias, leyendas e imágenes que la aristocracia medieval se encargaba de distribuir entre los siervos con tal de tenerlos tan entretenidos como atemorizados, hoy se difunden vía digital, hasta el punto de que, como dijo un asesor de Obama allá por el año 2008: “sabemos a quién va a votar la gente antes incluso de que lo hayan decidido”.

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