Imagínense una celebración religiosa en las circunstancias que estamos viviendo, concretando, un funeral a deshora en recuerdo de alguien que falleció hace semanas pero no tuvo la despedida que merecía, que viene a ser como si se hubiera ido sin despedirse y todavía permaneciera en tierra de nadie, a la espera de reconocimiento; un pasó de este mundo al otro, si es que ese otro existe, sin bendiciones, súplicas ni mediaciones, ni siquiera un trámite, de pronto una ausencia, toda una vida comprimida en un soplo que no dejó huella porque careció del merecido espacio para la mención, de un nombre que nombrar y rememorar antes de despedirlo y de ese modo materializar por última vez la realidad de su existencia. Es como si hasta ahora el fallecido se hubiera mantenido en un raro impasse, puesto que nadie pudo sentarse a llorar y recordarlo; un no tránsito extraño y frugal para el que de ningún modo estábamos preparados.
Alguien, provisto de su correspondiente protección, recibe a los asistentes a la entrada del templo y, uno a uno, les aconseja una obligada limpieza de manos con el inevitable gel protector; nadie puede acceder por su cuenta. El templo luce raro, no está vacío pero tampoco parece que albergue una congregación o un número definido de fieles, los que pueden verse se hallan situados como piezas en un tablero de ajedrez, inamovibles y no intercambiables, su estancia ha de concretarse en una casilla predeterminada o en ninguna, tales son las perspectivas que obligan a quienes se sienten en la correspondencia u obligación de acompañar a los deudos; familiares y amigos que, semanas después, han de revivir la pérdida, una segunda o extraña primera vez, no está claro, que ni tranquiliza ni consuela.
El ambiente no tiene nada de normal, si es que un funeral lo es, los presentes se sienten entre desconocidos, resulta difícil habituarse a las mascarillas y no todos están acostumbrados a reconocerse en los ojos, sobre todo en la semipenumbra del templo, el rostro semioculto como bandidos atracando una sucursal bancaria. Se impone el mundo real, el que se ha quedado fuera, el mundo de los vivos, aunque algunos se empeñen en intentar aparentar que no pasa nada. Una realidad demoledora que sigue sorprendiendo como nunca habríamos imaginado, modificando nuestra existencia y haciéndonos sentir tan vulnerables como recelosos o desconfiados, incapaces de tomarnos un saludo como algo completamente normal. El peso de la realidad exterior es abrumador, el rito funerario transcurre con la mosca detrás de la oreja, la concurrencia todavía se mueve imprecisa entre indecisiones por no saber cuáles son los nuevos comportamientos y a qué obligan, qué hacer y qué no, qué significa que cada cual ocupe un lugar designado de antemano que muchos respetan como si les fuera la vida en ello.
Es más que evidente que por aquí no se ve a Dios, ese Dios de las certezas que inexplicablemente les ha dejado abandonados, solos en medio de una vida -las suyas- que ahora cuesta reconocer, antes mero intermedio en la tierra y ahora tan imprescindible y vital. Probablemente ninguno de los presentes desea cambiar esta vida por el paraíso celestial, ni ascender a la derecha del padre, de pronto todo lo terrenal ha cobrado un valor tan desesperante como extraño; porque resulta que todavía apetece permanecer aquí, todo cuanto sea posible, y si llega la hora no será por propia voluntad, a juzgar por las cautelas puestas en juego, luego eso de la felicidad de los difuntos mejor se queda para más tarde, ahora no, ahora imperan los esfuerzos por seguir vivos y las protecciones son una forma de gritar que quieren seguir estándolo y así se lo hacen saber a todos.
El funeral transcurre entre miradas de soslayo e intentos de reconocimiento entre los presentes, raro pero tremendamente real, pero lo más insólito de la ceremonia, casi irreal, es la presencia del sacerdote explayándose en la homilía con un discurso hueco que parece extraterrestre, el de un recién llegado predicando en esta atribulada tierra las bondades de un paraíso al que nadie quiere ir, vistas las precauciones tras de las que se parapetan los terrícolas, toda una declaración de intenciones. Pero el tipo sigue hablando y hablando al aire poseído por una fiebre que parece haberle obnubilado la razón, su desconexión con la tierra en la que predica resulta patética.
En el fondo todos están deseando que aquello finalice, familiares, amigos y asistentes, les vuelve a doler la pérdida y no acaban de entender qué están haciendo allí, detenidos en el tiempo por un sermón surrealista dirigido a un auditorio formado por supervivientes tensos y suplicantes, prestos a despedirse de un codazo y salir por fin a la luz de la tarde-noche, respirar aliviados y volver a sentirse vivos.