No solo cine

Zapeaba buscando algo de interés -había poco decente donde elegir- cuando di con otra de guerra, Vietnam, pero esta parecía que no la había visto –Cuando éramos soldados, se titula-… así que me mantuve un rato con ella hasta que lo que estaba viendo comenzó a llamarme la atención. Ver esas escenas desgajadas del resto de la película, es decir, como si fueran párrafos extraídos de un texto para analizarlos de forma independiente, tal vez fue lo que me hizo detenerme en ellas, aunque después he pensado que hubiera dado igual, es probable que de haber visto la película desde el principio me hubieran causado la misma impresión, tal era su específica misión.

A las escenas de guerra, al parecer dramatizadas a partir de unos combates reales ocurridos en Vietnam, no sé exactamente en qué año, les sucedían otras en las que unas mujeres, las esposas de los soldados, recibían en Estados Unidos telegramas donde se les notificaba la muerte en la batalla de sus respectivos. Hasta aquí todo normal, pero esa es la cuestión que me llamó la atención, la inocente y lacrimosa normalidad.

Ellos, los hombres, lucían adornados para la siempre difícil y peligrosa batalla haciendo gala de toda la parafernalia con la que gusta acicalarse el género masculino, el gesto serio y adusto, concentrado, fiable, como en las mejores muestras de valor, nobleza, abnegación y compañerismo, puestas en juego de la forma más extrema y honorable posible, en la lucha, en permanente peligro de muerte, manifestación única de todo lo que merece la pena en esta vida e inflama el orgullo de los hombres. Una situación extrema a la que sumar las clarividentes y certeras habilidades para el mando por parte de la oficialía y la diligente y abnegada obediencia de la tropa a la hora de seguir y cumplir las órdenes, ya que todos entendían y asumían sin fisuras que perseguían un objetivo común, la victoria, la cumbre del honor y la dignidad masculina, un objetivo tan auténtico y puro como varonil.

Por otro lado, las imágenes americanas mostraban unas mujeres dedicadas a tareas laxas, rutinarias e insustanciales como la limpieza de un hogar que siempre aparecía impoluto -ejemplo y culminación de las habilidades femeninas-, de pronto sonaba el timbre y un taxista, mostrando la faceta más amorfa y menos recomendable del sexo masculino, les ponía en la mano de forma indolente un telegrama dónde se les notificaba la muerte del esposo, el héroe había muerto, el motivo por el que esas mujeres existían desaparecía de la faz de la tierra y ellas se quedaban en un limbo anegado de lágrimas por el guía perdido. Se sucedían las imágenes de mujeres bien vestidas y peinadas que abrían las puertas de sus hogares sin al parecer otra cosa que hacer en este mundo que estar a la espera de noticias de sus respectivos. Sin olvidar que en algunos casos las escenas de llanto y dolor aparecían enaltecidas con un par de niños que no acababan de entender de qué iba aquello, de momento no eran nada, solo asistían a una primicia de sus de antemano asignados futuros.

Toda una declaración de principios, una hermosa y sentida demostración de cuál es, o era, el lugar de cada género en la sociedad, una sociedad que, con algunas diferencias, sigue siendo esta. Una poderosa y convincente instrucción envuelta en un entretenimiento aparentemente trivial, el cine. Ya sé que el cine comercial no tiene nada de trivial, aunque mucha gente continúa ignorándolo, pero me sigue llamando la atención su descarnada desvergüenza a la hora de la manipulación de la sociedad, películas así no deberían juzgarse como películas, se trata más bien de panfletos de glorificación de la violencia o manuales de educación religiosa. Un curso completo de educación machista y patriarcal que, reconozcámoslo, ha venido funcionado al ciento por ciento desde el principio, una manera mucho más liviana y efectiva, vista con gusto, de asignar roles de forma amena y aséptica a cada uno de los géneros de la especie. Cambian las formas no el fondo, salgan y vean.

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