El mar

Hace años del comienzo de este alejamiento periódico, huida o hartazgo de una tradición que se atragantaba incluso semanas antes de llegar. Esa tradición reaccionaria y traicionera que a tantos asfixia y a tantos sirve de tabla de salvación para no morirse de asco. Reuniones, comidas, discusiones y apariencias condensadas en una última noche del año que, de nuevo, pintaba igual de rancia que la anterior. Lo que no es óbice para que, vistas desde la perspectiva del paso de los años, las haya habido más o menos pasables, calamitosas e incluso memorables; no dejamos de ser nosotros mismos, tanto el decorado como los decoradores, a pesar de que nos parezcan impuestas. Pero, bueno, esa es otra discusión. Tampoco era cuestión de salir pitando vía agencia de viajes.
Se me ocurrió el mar porque siempre me ha gustado el mar, un mar abierto, de playas largas y anchas, tanto daba si gris o soleado, plácido o violento, nada que ver con un mar domesticado o de consumo. Mar que, también este año, se ha repetido y que, como en otras ocasiones, ha vuelto a remolonear a la hora de admitirme, luego el problema seguía siendo mío.
Hasta esa mañana que, a solas los dos, sonó un clic, mejor, hice clic y cada cosa regresó a su sitio de forma tan sencilla como natural. Ante un rumor y un oleaje en los que al fin me reconocí sin interrupciones todo volvió mágicamente a encajar como si fuese nuevo; estaba listo, cada parte de mí asentada donde siempre había estado pero ya no era igual, en cierto modo el mar me devolvía a mí mismo. Otro año ante esa magnífica y poderosa dignidad que nunca descansa, esa incesante determinación en la que te pierdes con suma facilidad sin necesidad de comprender, ni interpretar; ni siquiera disfrutarlo. Una incansable humildad que el mar impone sin avasallarte, este soy yo y ese de la orilla eres tú, de nuevo, date la vuelta y vuelve a tus cosas, yo seguiré aquí.

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