No se trata de descubrir a Francisco de Goya, ni creo que sea ese el objeto de la exposición, aunque si lo consigue con algún despistado bienvenida sea; sin embargo, la breve muestra de dibujos de Goya que se expone en el Museo del Prado es suficiente para hacerse una idea de la magnitud del artista, no ya solo por la destreza de una mano prodigiosa con los lápices, sino por la, aún hoy, sorprendente modernidad de sus líneas y trazos. Lápices capaces de retratar con extraordinaria fidelidad el objeto o motivo que el autor tuviera en su mente o directamente ante sus ojos, así como de aventurar, con breves, audaces y hasta violentos trazos, cualquier tema o idea que, gracias a una portentosa y certera exhibición de talento, acaba convertida en una realidad apabullante.
Pero hay otra faceta, al margen de las cualidades artísticas e históricas de la exposición, igual o tan importante como la propia obra, y es la representación en toda su crudeza del carácter de un pueblo. Una sucinta representación que, en el hipotético caso de que un marciano parase por aquí y tropezase con ella, le haría salir con una opinión tan contundente como alarmante de la escabrosa vida y milagros de los tipos y costumbres que aparecen representadas sobre el papel. No obstante, me atrevo a aventurar que, en nuestro favor, hemos de agradecer que el paso del tiempo haya suavizado muchos de los comportamientos, reacciones y ejemplos de los antepasados que cuelgan en las paredes de la exposición, lo que no quita que todavía hoy quede bastante del fondo que movía a esos personajes, el auténtico y último motivo que Goya pretendía mostrar con su obra.
La propia voluntad y el corazón del autor son quienes dirigen su mirada hacia un pueblo del que se siente expulsado, ajeno a unos compatriotas empeñados en las antípodas del carácter y la personalidad del pintor. Y es en ellos, en sus vidas, donde ve esa violencia -hoy aparentemente contenida o transformada en pura cobardía-, la misma hipocresía -aún igual de contante y boyante-, el escaso y cicatero juicio -que también en la actualidad sigue desconfiando y despreciando el uso de la razón-, su tendencia al desafío -del que también es ejemplo la presente situación política- y la fácil tendencia a la pendencia -hoy desprestigiada en patético fanfarroneo-; o la alegría -que en más ocasiones de las deseadas roza el esperpento-, el escarnio permanente de la inteligencia -herramienta de la que solo disponen quienes todavía pretenden preocuparse por los demás-, la misericordia entendida como caridad -de las que apenas queda rastro-, la lamentable superstición -fatídico destino de quienes no saben hacer de sí mismos- y, cómo no, la pertinaz ignorancia -el más terrible de los monstruos y permanente azote de la razón.
Esta nefasta y desoladora enumeración no es caprichosa, Goya se preocupa y ocupa de las cosas malas o peores que nos sucedieron y nos suceden, esa es la sensación que queda en el espectador después de pasar, una a una, por las obras expuestas; una oscura y pesarosa impresión final que, a pesar de aparecer sembrada de dudas, resulta difícil borrar, quizás porque en el fondo todos sabemos de la verdad que escondemos. Pero, con todo, no creo que sea ni mejor ni peor, tampoco es que descendamos de los peores ejemplares humanos sobre la faz de la tierra, si todavía estamos aquí es porque de algún modo nos las apañamos para seguir gritándonos sin haber llegado a la autoextinción. También puede parecer excesivo, incluso abusivo ¿por qué no? No podemos quitarnos de encima unos antepasados a los que pertenecemos, pero si somos capaces de seguir viéndolos, y viéndonos y soportándonos, además de aceptándonos, significa que no todo está perdido. Dicen que lo cortés no quita lo valiente.
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