Coches

Pasa el coche y los hombres se giran automáticamente, tanto para ver y, supongo, admirar y envidiar el modelo como para distinguir al tipo que lo conduce; porque esos coches solo los conducen hombres, me gusta creer que las mujeres aún no han llegado a ese tipo de cretinismo. La envidia y admiración hacia el vehículo persisten porque es algo independiente, la máquina siempre es inocente de su obligada materialidad y de las sensaciones que provoca a su paso, aunque en el origen de su concepción y fabricación esté el provocarlas; pero el conductor no suele ser tan afortunado, pasadas las primeras impresiones de admiración y, como he dicho, envidia, ésta se materializa en muchos casos en forma de comentario despectivo o rencoroso que pretende rebajar y menospreciar las capacidades del tipo al volante, si las hubiere y tuviera. No es suyo, se ha entrampado hasta las cejas, no tiene dónde caerse muerto o tiene más dinero que pesa pero es un imbécil. Y a otra cosa.

El rencor probablemente se irá diluyendo y quedarán la envidia -motor del consumo- y la prosaica decepción de que no todos pueden tener un coche igual. Pero tampoco eso es problema para una industria empeñada a ofrecer a cada cual un vehículo a su medida, siendo la medida el bolsillo, termómetro general de estatus que siempre es mejor notar medio vacío. Antes que el prestigio y la ostentación está el negocio -también llamado progreso o crecimiento-, y los fabricantes de automóviles cuidan de sus negocios poniendo al alcance de todos los afortunados un vehículo que puedan pagar. Una vez a bordo, rodeado de la excitante sensación que provocan los plásticos nuevos, el complejo es menor, e incluso llegará a desaparecer, porque el satisfecho propietario se siente el rey al volante, e incluso es capaz de sofocar su ansiedad y convencerse de que en el fondo él no necesitaba aquel otro coche que se detuvo a contemplar, él es más realista en sus aspiraciones -como suele decirse, a la fuerza ahorcan- pero igual de feliz -la colosal capacidad de autoconvencimiento que fomenta el mercado de consumo es brutal. Queda disfrutarlo, pero ese es otro cantar, la función principal de un vehículo a motor son los desplazamientos, pero desplazarse significa un por qué, un motivo y, en última instancia, una necesidad. Y para ello el nuevo dueño debe saber o apetecer tal actividad -repito, no incluyo la necesidad-, y es ahí donde surge el segundo problema, o tal vez siempre fue el primero. ¿Dónde ir, por qué o para qué? En la mayoría de los casos no existe causa ni motivo, ni apetencia ni ganas, siempre contando con los peligros del consumo, la suciedad, el inevitable deterioro y/o los posibles accidentes. Hay dos soluciones, o utilizarlo para no caminar, sistemáticamente -por eso existen los gimnasios-, o mejor dejarlo guardado sabiendo que en caso de necesidad siempre estará ahí, porque el coche es caro -sobre todo por su inutilidad- y hay que pagarlo, y luego vendrá el obligado mantenimiento, las reparaciones, mendigar en los talleres y tener que moverlo por darle algún uso.

No hace falta salir a una carretera para advertir la gran cantidad de vehículos que soportamos en función de una supuesta libertad y prestigio que no son tales, o sí, funciona para quienes siempre han necesitado demostrar cuánto tienen antes que caer en el anodino agobio de la indiferencia, y la mejor forma de hacerlo es con un vehículo o vehículos cuanto más grandes y potentes mejor, el resto caerá por sí solo -el tamaño y potencia de un coche están inversamente relacionados con la autoestima del propietario. Pero, en definitiva, el coche siempre es la solución, el bálsamo que consuela y calma la ansiedad concediendo la satisfacción de regalarse y sentirse uno más, otro, que puede presumir de una reluciente carrocería.

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