Faltan más de cuatro horas y ya hay gente eligiendo un lugar en el césped de la desierta pendiente en el que extender una manta y sentarse, o tumbarse, a esperar. Parece broma pero no, es otra de las posibilidades que ofrece la elección y distribución del propio tiempo, decidir con antelación o demasiado tarde en función de lo que uno intuye o espera y el interés que tiene en ello. Quizás lo sorprendente y sobre todo grato es que tales preparativos sean para escuchar un concierto de música clásica, gratuito, algo que por estos lares probablemente no merece la misma consideración. También hay que tener en cuenta que se trata de la Filarmónica de Viena, dirigida en esta ocasión por Gustavo Dudamel.
Lo que comienza como algo curioso para el sorprendido visitante acaba convertido en una auténtica celebración popular. La pendiente se ha ido llenando de aficionados que se instalan como si se tratara de un genuino día de campo, no hay límites de edad y, siendo justos, hay muchísimos más jóvenes que personas que alcancen la cincuentena, o la sobrepasen. Juegos de cartas, aperitivos, lecturas, carantoñas, meriendas y cenas, fotografías, botellas de vino y champán, con sus correspondientes copas, conversaciones improvisadas y ojo avizor con los rezagados que tienen verdaderas dificultades para encontrar a la avanzadilla entre lo que, sin que nos hayamos dado cuenta, ya es una auténtica multitud que no deja una sola brizna de hierba libre. Y para que no falte nada o como aderezo con el que entretener la espera, una enorme tormenta de verano descarga agua durante una hora que parece interminable. Pero ni siquiera la tromba de agua, que remite con lentitud, sorprende al respetable; poco a poco, lo que sin duda es fruto de una civilizada previsión, han ido apareciendo capas, impermeables, chubasqueros, protectores de mantas o paraguas del interior de bolsas y mochilas. En general no hay malas caras, sí miradas de complicidad y resignación entre unos y otros, en algunas un leve fastidio, otras se lo toman con filosofía y ríen divertidas y también las hay dispuestas a ayudar al poco previsor o nuevo en el lugar; incluso da tiempo a distinguir entre la cortina de agua unos aplausos apuntando en una dirección hacia la que todos mueven la cabeza, justo para ver a un joven rodilla en tierra pidiéndole la mano a la sorprendida pareja que, por supuesto, acepta tan sonriente y feliz como empapada. Tras el sí los aplausos se generalizan y el agua sigue cayendo.
Al fin el sol vuelve a asomar entre las nubes y el gentío comienza a respirar aliviado. Es cierto que muchos han acabado trasquilados, o directamente calados hasta los calzones, los hay que han abandonado frustrados pero aún sonrientes, se iban hacia una ducha y ropa seca. Los que han resistido ríen vencedores mientras se dedican a reorganizar la parcela, eliminar como pueden el agua, airear pertenencias y poner a secar sobre alguna rama o valla las prendas salvadoras.
Los pocos huecos que ha dejado la tormenta se ocupan en un abrir y cerrar de ojos, vienen más, algunos también mojados, no tanto como los que han permanecido estoicamente en su sitio porque aquellos han sorteado el aguacero refugiados entre la arboleda o debajo de alguna arquería o cornisa. Se reanudan las conversaciones, continúan lo que son ya cenas en toda regla, se incrustan como pueden los rezagados o quienes han descubierto un metro cuadrado de hierba sin un culo, una bolsa o el pico de una manta encima y comienzan las pruebas de los músicos sobre un iluminado escenario que desde la distancia luce magnífico. En la pendiente frente al palacio de Schönbrunn no cabe un alfiler. Comienza el concierto.