Estamos habituados a tipos que escalan las más altas cumbres de la tierra y nos hablan de espacios y sensaciones únicas, casi divinas, tal que iluminados orgullosos de sus hazañas y de sentirse por encima del resto, tanto física como espiritualmente. Tendemos a considerarlos de una pasta especial y tal vez sea cierto, pero no dejan de ser casos aislados que dicen muy poco del resto, notas a pie de página que deberían estimular a sus semejantes pero que quedan como vulgares objetos de consumo rellenando los huecos que deja la publicidad, y a las pocas semanas se olvidan, en la mayoría de los casos para siempre.
En este caso me hallaba no arriba sino abajo, por encima de mi volaban aviones, circulaban trenes normales y de alta velocidad que suspendían la calma de la mañana con un ruido ensordecedor y no cesaba el tráfico, tanto por carreteras convencionales como por autovías y autopistas. En todos los casos, imaginaba desde mi posición, mujeres y hombres iban y venían embarcados en un frenesí de obligaciones y obviedades que apenas dejan lugar a espacios vacíos, les va la vida en ello. En ese incesante trajín unos y otras nos cubrimos intentando mostrar nuestras mejores galas, aseados y asépticos, arrogantes, desafiantes en más de una ocasión, retadores, orgullosos de nuestros logros y conquistas y celosos de lo que consideramos nuestras posesiones. Por ello desdeñamos lo que no nos gusta, lo que nos desagrada, disimulamos, ocultamos los desechos y dejamos en la parte de atrás cualquier cosa que pueda comprometernos o enturbiar nuestra imagen. Nos pretendemos iconografías en permanente muestra, productos acabados envueltos en sedas y celofanes que se esmeran en ocultar cualquier inconveniencia, defecto o signo de vida, la del animal que todavía seguimos siendo a nuestro pesar.
Aquí abajo estoy rodeado de todo lo que se deja a un lado, se arroja o se desprecia cuando nos acicalamos para hacer como que vivimos, empezando por la basura sonora de una radiofórmula que un pobre tipo aburrido sintoniza a todo volumen contaminando con melodías y estribillos infames los trinos de los pájaros y el rumor del viento moviendo las hojas de los árboles. Es otra forma de basura, lanzar, en este caso al aire, la frustrante desidia de un trabajo o de la misma existencia en forma de ruido, asfixiado en sus limitaciones e incapaz de dejar al mundo en paz. Más y más basura desperdigada aquí y allá, desperdicios de todo tipo, vallas oxidándose que todavía delimitan propiedades de registro olvidado, puertas asaltadas o directamente derrumbadas, edificaciones saqueadas, algunas apenas utilizadas; contenedores abandonados que jamás serán recogidos, ni mucho menos reciclado su contenido, restos grandes y pequeños diseminados por doquier entre los que sobresalen unos pocos pinos enormes, impresionantes vistos desde mi pequeñez, con troncos de más de un metro de diámetro que probablemente crecen desde mucho antes de que cualquiera de nosotros viniera al mundo. Vuelvo a mirar hacia arriba preguntándome si tanta vanidad y apariencia como nos gusta lucir exigen tanta basura, si esta enorme proporción de desechos justifica unas vidas tan mezquinas como frívolas; qué es más real, tantos moviéndose por obligación con tal de no quedarse parados o estos árboles y pájaros sobrevivientes entre escombros y porquería.
La respuesta es bien sencilla, cuanto más nos elevamos más forcejeamos por despojarnos de nuestra humanidad, como si nos molestara, nos fuera desagradable sabernos tal y como somos, tan vulgares en nuestro funcionamiento más elemental, como cualquier otro animal. Tal vez por eso nos esforzamos por humanizar a nuestras mascotas desanimalizándolas, porque nos recuerdan lo que somos, animales.
Pero me temo que esta basura seguirá aumentando y ascendiendo, aunque sigamos empeñados en creer que por ocultarla de nuestra vista desaparecerá por arte de magia; allí permanecerá, acumulándose y multiplicándose sin cesar, hasta que llegue a la altura de las vías, de las autopistas y de los aviones, y tal vez entonces todavía seguiremos sin saber dónde ir pero con un problema añadido, que esta tierra ya no podrá contener ni disimular tanto desecho e inmundicia. Si no somos capaces de reconocernos y salvarnos a partir de lo que somos volveremos donde partimos, confundidos entre nuestros propios excrementos.
Se acaba el tiempo de las parábolas.