El mismo mar, el mismo sol y la misma playa, pero si uno pretende creer que también es el mismo en el fondo sabe que no es así, un año no pasa en balde, como suele decirse, aunque en apariencia nos encontremos como si no hubiera transcurrido el tiempo, nos sintamos igual que hace trescientos sesenta y cinco días. A pesar de las inevitables divagaciones que suelen traer los lugares en los que uno vuelve a recalar, en un azaroso intento de recabar datos o atar cabos, no sé con qué fin, es cierto que las sensaciones, si no repetidas, algo imposible, sí son parecidas; los lugares en los que uno se halla a gusto no suelen repetirse porque quien no se repite es quien los vive, y si entonces le procuraron placer o un reconfortante cobijo el que ahora cueste más hallarlo no es culpa del lugar si no de nosotros.
Lo que no dejan de ofrecer los lugares son nuevos descubrimientos. Habíamos empezado, como de costumbre, por la playa, en dirección al sur, más golpeada que en otros años, irregular y de difícil caminar, y probablemente fue la casualidad, como sucede con los grandes descubrimientos, la que nos reveló, desde la altura de la primera elevación más cercana a la orilla, un estrecho bosque de pinos que se extendía entre dos cadenas de dunas, materialmente encajado entra las dos prolongaciones de cumbres de arena paralelas a la orilla. Así que, como no podía ser de otro modo, descendimos los cuatro o cinco metros de fina y resbaladiza arena y comenzamos a caminar entre los árboles, sin que apenas pudiéramos oír las olas de un mar en calma; de algunos pinos solo sobresalía medio árbol, cubiertos por la arena en una diagonal que llegaba a la base del tronco. No habría hecho falta fijarse mucho para advertir, en este caso no sería descubrir, la infinidad de huellas que atravesaban el bosquecillo en todas direcciones, muchas de ellas perdiéndose entre las dunas en dirección a la playa. Huellas de linces, corzos, mamíferos que desconocíamos y una gran variedad de aves grandes y pequeñas, a juzgar por el tamaño de sus improntas; tocaba entonces lamentarse de nuestra ignorancia en cuanto a rastros de fauna salvaje, preocupante al no poder disfrutar adivinando con exactitud el bicho de cada marca sobre la superficie de la arena. Afortunadamente siguen quedando muchísimas cosas por aprender.
Se agradecía la calidez del sol del mediodía que obligaba a caminar en manga corta, y el calor provocado por la caminata abría el apetito, ya era hora de regresar para comer. Decidimos al azar girar a la izquierda y pasar entre unas dunas que dejaban un pequeño claro sin pinos en dirección al mar cuando, sorprendentemente o no, tropezamos con la trasera de la casa de Antonio, nuestro protagonista del pasado año por estas fechas, ocupando la salida a la playa. Así que hasta allí nos encaminamos, sin perder detalle de la fila de tomateras cubiertas de plástico que se alineaban junto a las chapas de una de las paredes; alcanzamos la parte delantera de la variopinta construcción y nos encontramos con el mismo hombre de hace un año, bueno, con otra vida un año más larga. Antonio, de espaldas a nosotros, se concentraba en el arreglo de sus útiles de trabajo, una red de pesca que colgaba de lado a lado del porche. No percibió nuestra llegada hasta que le saludamos, nos respondió y al intento de conversación por nuestra parte correspondió de forma más bien parca; uno no puede estar todo el tiempo dando palique a los ociosos que curiosean por tu casa, mucho menos cuando tienes trabajo que hacer. Nos contó que las cosas seguían como siempre, unos días mejor y otros peor, que tenía el pozo tapado porque la marea había llegado hasta el mismo brocal, lo que hace que con el viento se mezclen las dos aguas… y nos despedimos, y antes de que nos alejáramos del todo nos deseó feliz año, a lo que respondimos agradecidos retomando nuestro camino por la playa.
De regreso al aparcamiento la conversación se interrumpió cuando vimos cómo un tipo estampaba contra una señal a un joven al que luego, ya en el suelo, pateó con violencia ante la mirada de su madre y sus hermanos, el de los golpes era el padre. Ya en el coche no hubo música que nos entretuviera, tampoco palabras, todavía impresionados por lo que acabábamos de ver… parecía que se nos hubiera olvidado todo.