El anterior presidente del gobierno, el Sr. Rajoy, ha desaparecido de la escena política de forma definitiva, solo quedan las agradecidas lágrimas de rigor de todos los que han vivido y se han enriquecido bajo lo que en el futuro se denominará su mandato, un calculado ejercicio presencial sin palabras. El Sr. Rajoy debía estar muy cansado del puesto voluntario que ocupaba como para, al día siguiente de ser defenestrado contra su voluntad por los enemigos de España, dejar su escaño en el Parlamento y regresar a su cómodo y seguro trabajo y a la comprometida lectura de Marca; todo eso después de no hacer nada por este país, bueno, si, permanecer sentado en el sillón presidencial impidiendo que cualquier otro lo ocupara.
Fue elegido a dedo para el puesto por su buen comportamiento y su docilidad como afiliado, cualidades que, dentro de la mediocridad general, constituyen en este país un seguro pasaporte en la política; porque por aquí no hay mejor meritocracia que aguardar obedientemente turno, sin saltárselo por un exceso de ambición y ni mucho menos expresar opiniones propias que cuestionen los dogmas del cabecilla o cabecillas del momento, además de saber moverse con astucia. Es cierto que luego, una vez asegurada la posición y alcanzada la cima, no resulta complicado cambiar el digo por el diego, porque en el fondo cada hijo de vecino tiene aspiraciones propias. Pero en este caso no fue así, detrás no había nada de nada, una vez llegado su turno únicamente quedaba colocarse ante las cámaras como un pasmarote armado con los papeles que los fontaneros de Moncloa se encargaban de elaborar y resumirle y aguardar a que, de un modo u otro, la política nacional se fuera desenredando por sí sola o al compás que marcaran los acontecimientos exteriores. Lo suyo era la paternal imagen de clérigo prudente -por desconocimiento-, comprensivo -por incompetencia- y silencioso -por total carencia de argumentos y propuestas políticas- ante una población que prefería no enterarse con tal de que la dejaran en paz; una cómoda posición que al parecer nadie le dijo que tenía que ejercer, cualquier cosa antes que dar una siempre arriesgada idea de movimiento. Un acierto a la hora de mantener callado y tranquilo, y hasta contento, a un país en el que la democracia y sus naturales contingencias no acaban de cuadrar con el personal autóctono, porque por aquí somos más de lo de toda la vida, fieles devotos del terruño, del ritual, la bendición, la bandera y el estandarte, y apasionados apóstoles de unas tradiciones y costumbres recelosas de todo aquello que implique un compromiso público común.
En este país, probablemente como secuela de la larga dictadura o tal vez ya venga de antes, suelen gustar los políticos con aspecto de progenitor comprensivo y benevolente con la desidia e ineptitud de unos hijos revoltosos aficionados a la fiesta y a jactarse, con más frecuencia de la conveniente, de su orgullosa y original ignorancia, milagrosamente concedida por el único y exclusivo lugar de nacimiento -da igual cual. A esta población le gusta estar bendecida, tutelada y protegida, por si las moscas, ya sea por la correspondiente curia, los inevitables y necesarios caciques locales o los siempre ponderados cabecillas nacionales y sus más fieles émulos, cualquier cosa que recorte una figura paternal aficionada al casto pescozón como único escarmiento, misericordiosa con los errores y más amenazante que expeditiva. Están bien vistas las formas moderadas y las jerarquías, los líderes poco carismáticos -por aquello de no señalarse- fieles partidarios de un escurridizo sentido común que todo lo cura y devotos del así ha sido siempre. Cualquier otra cosa cae bajo la sospecha de radical, extremista, extranjero o enemigo de España.
Ahora tocan las obligadas loas a la sabia prudencia del dimitido, a su lealtad de clase y a la dignidad del retiro aireadas por los voceros del facherío más reaccionario y por los que, debido a su gracia, promocionaron hacia posiciones mejores. Mañana será otro día, y en las cavernas del conservadurismo tradicionalista más rancio ya suenan las cadenas que intentarán regresar al país a la santa doctrina del como Dios manda. Han de recuperar lo que por ley divina siempre les ha correspondido.