Es Jueves Santo, unos huyen y miles más vienen. Los vehículos se multiplican, los roces también. En muchos casos eso de a rebosar resulta un eufemismo. Pronto apenas podemos caminar. Grupos y familias con más cansancio que hambre memorizan las cartas de los restaurantes por si acaso; algunos se adivinan cerrados por los clientes. Otros siguen instalados en la duda mientras transcurre el tiempo, no encontrarán nada de su agrado y finalmente mal comerán, otra vez. Un tipo en la calle ofrece poemas sobre Córdoba. Afortunadamente comemos con cierta holgura en un segundo piso a escasos metros de La Mezquita imposible, hoy. Camareros yendo y viniendo, corren y se confunden y finalmente alguien sale mal servido y cabreado. Las calles y callejuelas no dan abasto. En los lugares donde se inician los desfiles no cabe un alfiler, pero nadie tiene suficiente. Dos criaturas delgadísimas, de trece o catorce años vestidas con castellanos, vaqueros “superslim” y americana ceñida, repeinadísimos, palmean y ríen mientras el baranda les dice a cómo han de vender la bolsa de pipas. Niños en carritos sumergidos en el trajín de la gente aguardando horas a que la calle se despeje y delante de sus narices pasen tipos con el rostro oculto guiando o persiguiendo figuras y composiciones religiosas moviéndose sobre decenas de pies. Siguen insistiendo los que quieren estar los primeros. Un tipo advierte en correcto inglés a una pareja extranjera que no se puede avanzar más porque todo está completo y detenido; full, les dice. Los visitantes retroceden convencidos y agradecidos. Otra pareja mayor, del país, insiste donde los foráneos, el tipo les repite lo mismo pero no le creen, ellos quieren pasar a toda costa, no les deja, la mujer acepta y se detiene, él refunfuña contra el otro agazapado detrás, no calla… ese debe ser maestro… tan listo. Una madre trata de dormir en brazos a un bebé de meses asomada al balcón mientras en la calle suenan cornetas y tambores. Salen los militares, la banda al son de una música religioso-militar, las imágenes a hombros; hay aplausos, también se oye algún que otro chist; otros se persignan y una gran mayoría muestra el móvil en alto en señal de acatamiento. Finaliza la salida y la gente corre a ver otra… y otros. Tomamos un par de copas mientras decidimos no el lugar dónde ir sino por dónde habrá menos gente. Hay calles literalmente tomadas por adultos y niños que esperan sin tiempo ni nada mejor que hacer. Los camareros de otro bar no cesan de servir copas, son siete, ocho… no, diez… o más, la caja no deja de engullir billetes. Dos encargadas hablan de la tarde, no paran. Unas gitanas limpias y repeinadas, cada una con su correspondiente ramita de romero, hablan entre ellas de un gitano que suelta un par de tortas a quien no le hace caso mientras se sitúan en los aledaños de uno de los arcos que dan acceso a la zona antigua dispuestas detener a cualquiera que se deje y colgarle la oración. En otro cruce de cuatro metros cuadrados la circulación peatonal parece detenida, se ven algunos capuchinos, la gente sigue esperando. Vamos en otra dirección, lo mismo. En la siguiente vemos pasar una imagen, justo lo que deja el metro y medio de esquina a esquina. Hay quienes pretenden cruzar a toda costa, y pugnan y empujan; también vienen otros en sentido contrario, y los que simplemente aguardan intentando ver no lo entienden ¿qué pretenden? No se puede cruzar durante el paso de los desfiles. Insisten. Cruzan. Gritan. Dos tipos empujan en sentido contrario avisando que llevan niños a los que es imposible ver desde arriba, se encaran y se retan, todos estamos nerviosos. También puede ser una broma para que les dejen pasar, de hecho a otros les funciona porque la excusa era que el niño se estaba orinando y se lo iba a hacer encima, cuando logran cruzar se ríen vencedores y satisfechos. Unos costaleros se enfadan porque no pueden cruzar ni llegar al relevo, desconfiamos, a pesar de sus atuendos de costaleros. Otro no puede llegar a trabajar, o a su casa. Nos arrastran justo hasta dejarnos en el medio de las dos filas de capuchinos durante el paso de una procesión, la gente nos mira y se pregunta, con razón, qué hacen esos junto a la imagen, sin poder movernos ni en un sentido ni en otro. Debería estar prohibido. Salimos, al fin. Imposible aproximarse hasta las inmediaciones de la Carrera Oficial. Mejor por el río. Un joven avanza entre la gente hablando por el móvil y advirtiendo al del otro lado que hoy es el peor día para quedar. Más calles con gente ordenándose a un lado y a otro aguardando pero sin saber exactamente a qué hora, ya llegará, por si acaso ellos ya tienen el sitio, los niños protestan con razón, siguen sin entender. Los bares de copas comienzan a encender las luces y las mesas de la calle se retiran porque probablemente esa zona sea ahora el paso de algún desfile. Un tipo orina en el quicio de una puerta en una callejuela por la que no deja de pasar gente. Ya es de noche y hay que buscar un lugar dónde tomar algo, el cansancio comienza a sentirse. La Policía Municipal consigue encauzarnos -dónde la gente se deja- hacia lugares con menos densidad en los que también poder respirar. Cualquier sitio, ese bar en el que, al fondo, queda una mesa libre. Hacemos como que cenamos sin que podamos dar dos veces seguidas con el mismo camarero para servirnos. Decidimos quedarnos a dormir, es tarde y el viaje de vuelta es largo, buscamos un hotel a última hora de la noche, todavía sigue siendo jueves. Una locura, lo encontramos, un agujero repleto de legionarios remangados hasta más arriba de los codos, pecho descubierto y ganas de juerga, sin dejar de fumar mientras retan y piropean a cualquier objeto viviente con aspecto de hembra; son jóvenes y hasta que los recojan mañana no tienen prisa ni ganas de dormir. Tampoco dormirá nadie esa noche en el hotel. El ajetreo del día nos afecta a todos, discutimos por cualquier cosa. Vuelta a la calle; ahora más despejadas. Nos tomamos otra. La Carrera Oficial es accesible. Limpian los suelos de la parafina que dejan caer los enormes velones -ignoro si todavía se fabrican con cera. Hay gente que resbala, mejor tener cuidado. Hombres con traje y ropa de abrigo aprietan el móvil en la mano mientras van y vienen organizando el siguiente paso, ya estamos en viernes. Hay que rellenar el palco principal, mujeres con mantilla y peineta negras y tipos trajeados aguardan entre suntuosos y cansados escoltados por unos guardias o soldados decimonónicos que se saludan ceremoniosamente en el relevo. Otra procesión, se pueden avistar las llamas en movimiento que culminan los largos velones. Con gente o sin gente, con los palcos vacíos u ocupados por desorientados que pasaban por allí la procesión entra en Triunfo a la hora estipulada. Capuchinos con pinta de atareados se adelantan y retroceden entre las filas dando consignas, deteniendo la comitiva o animando el paso. Algunas manos lucen ensangrentadas por los goterones de cera o parafina que caen sobre ellas y que probablemente quemarán. Llega otro paso. Hombres, solo se ven hombres en los desfiles, esta semana parece solo de los hombres, ninguna mujer, tal vez escondidas debajo de algún capirote cubiertas por una túnica que les llega a los pies. Por delante de los pasos tipos repeinados con aspecto de señoritos hablan pomposos a la grey que se mueve debajo de la estructura, prole que, obediente, hormiguea también a las órdenes de los subalternos que secundan a este lado de los ropajes las órdenes del principal. Suben, frenan, aceleran, descienden, entran en la Mezquita, horriblemente iluminada, roto el oscuro recogimiento y la serenidad de sus centenarias columnas. Cambio de porteadores, de debajo de la estructura aparecen decenas de tipos sudorosos en manga corta y con la cabeza cubierta; no todos se abrigan en el frío de la noche porque precisamente ahora pueden mostrar ese peculiar orgullo de costalero. Cuando el relevo, que ha entrado por el lado contrario, está listo la comitiva continua. Ahora las calles lucen vacías pero repletas de desperdicios y miles de botes de cerveza. Los basureros recogen cómo y lo que pueden. En una esquina unas parejas cambian de opinión y deciden comerse unos churros con chocolate para combatir el frío de la madrugada cordobesa. En lo alto de una terraza adornada con neones, frente al Guadalquivir, más gente con ganas de música, juerga y bebercio. En nuestro caso ya no quedan ganas de más copas. Una mujer vestida de oscuro ajustado sale de una calleja gritándole al móvil algo de un par de sopapos como no la dejen en paz; dos bebedores sin local se ríen comentando los gritos de aquella que se aleja. Apenas hay vehículos y la gente comienza a desparramarse, somos de los últimos, más cerca de las cuatro que de las tres de la madrugada. Nos espera nuestro agujero de los años setenta repleto de “legías” con ganas de juerga. El cansancio es más que evidente.
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