Tras el final del último capítulo de la serie Crematorio pensé si ese desenlace era el que, dado el desarrollo y resolución de la misma, tenía que ocurrir, tocaba por capricho del guion o quedaba como el único posible, vista y asumida la sociedad en la que se desarrolla la ficción. Los personajes protagonistas terminan separándose, cada cual por su lado, como consecuencia de un acuerdo tácito común no escrito ni previamente establecido, más bien necesario, que todos aceptan como la mejor solución; acuerdo fruto de unos sentimientos de amistad, cariño y respeto, nunca a partes iguales, que nadie pone sobre la mesa pero que son aceptados de buen grado como evidentes e intocables.
En cada mirada de los protagonistas puede verse sobre todo contención, más que resignación, que también. Cualquier final hubiera sido bueno si con ello se hubiera conseguido disimular, envolver e incluso desconfiar de un cariño todavía latente que, incluso a traición, aún tiene capacidad para mudar la voluntad de cualquiera de los personajes afectando a una inevitable separación que, como espectador integrante de la misma sociedad que se muestra en la serie, parece la más justa. Un desenlace al que estamos más que habituados, otra solución más en la que las vidas individuales se imponen a cualquier querer que tenga que ver con compartir en común y sin distancias de por medio, o con la inconveniente obligación de permanecer juntos, unidos por un amor o un cariño por otra parte tan necesarios. Arduo asunto para unas personas socialmente adiestradas en sentir sus necesidades personales individuales, ya no únicas, sino ineludibles, opción exclusiva más importante o por encima de cualquier otra que tenga como condición unirse o permanecer, un en cierto modo atarse, junto a otro u otros afectados por sentimientos recíprocos similares.
Hemos construido una sociedad que vive y se alimenta de señuelos que más bien parecen falsedades -qué son si no estas fechas, bacanales de consumo apoyadas en un inconsciente colectivo permanentemente culpable por no reparar en los demás lo que debiera mientras, por contra, se exige a sí mismo no necesitarlos como único modo de ser alguien en este mundo-; una sociedad en la que el cariño y la enseñanza del amor a los demás quedan circunscritos exclusivamente a la infancia, educación y prácticas que quienes se dedican a impartir, padres, tutores o maestros de todo tipo, llevan a cabo por propia voluntad y con más o menos convencimiento, pero con la objeción añadida de saber en el fondo que tales “destrezas” no le servirán al futuro adulto para hacerse un hueco en una comunidad que se mueve por otros derroteros, precisamente los contrarios. Una sociedad que ya ha conseguido que cada persona viva y piense de manera individual como única forma de realización, significando compartir más una rémora o dependencia de otro u otros que, por principio, intentarán cortarle las alas a quien, según sus más vivos e íntimos deseos -también falso-, siente una necesidad imperiosa de usarlas sin saber exactamente de qué modo y con qué fin; una necesidad inculcada de múltiples modos que dirige la mente y el comportamiento de cada persona recordándole constantemente que el hecho de querer a otros debe ser siempre subsidiario respecto de la importancia de uno mismo. Ese otro que, salvada la desconfianza o recelo inicial, intentará sistemáticamente retenerte en función de sus propios intereses y, con ello y por norma, perjudicarte, da igual los motivos o su sinceridad, incluido lo que hoy se entiende por amor, término y sentimiento demasiado comprometido que, de partida, parece más castrador que motivo de felicidad.