Señores de provincia

Pasa las páginas del periódico de forma mecánica y chillona, casi escandalosa, porque en la quietud de la terraza, en la que cada cual se dedica a su desayuno o a alguna que otra charla con su compañero o compañeros de mesa que ni siquiera trasciende como murmullo, el ruido seco y cortante del papel lanzado hoja sobre hoja llega a ser irritante. Pelo cano a tono con sus respetables años de jubilado de buena posición, acicalado con presumido detenimiento y tan detallista como la ropa que viste; vaquero de marca cálidamente gastado, una colorida y discreta camisa a cuadros, cinturón adornado con lo que parecen unos motivos indios y los inevitables castellanos con los que todos los de su alcurnia sellan su prestigio de burgueses de provincias para los que la vida tiene un sentido bien definido fuertemente entrelazado a la obligada e inevitable solvencia económica de su posición, a la que va unida una categoría social entre iguales por los que pasa cada una las disposiciones políticas y económicas que deciden los políticos y mandados de turno.

Nadie más parece fijarse en él porque nadie más presta atención a lo que de momento parece no ser un desayuno, puesto que el café y el vaso de agua siguen intactos, como si todavía estuviera aguardando algo más mientras se dedica a golpear página contra página del periódico de la provincia. Del acceso al interior del local sale una sofocada y joven muchacha portando una bandeja repleta de consumiciones, cafés, bollería y tostadas que reparte con acelerada premura entre algunas de las mesas con clientes aguardando, y cuando intenta regresar con rapidez al interior para continuar con los clientes que ocupan la casi la totalidad de la barra nuestro hombre la chista con exigente indiferencia haciéndole señas para que se acerque. Entonces la muchacha parece recordar de pronto algo y cuando llega a su lado le dice azorada que no le queda de lo que había pedido, a lo que nuestro hombre contesta con inmodesta suficiencia que tenía que haber salido para hacérselo sabe en lugar de tenerle esperando; la joven, inquieta, no sabe qué contestar y permanece en pie mientras el señor decide pedirle una tostada que no debe tardar. Se marcha casi corriendo porque la requieren dentro.

Estos benditos señores de provincia son la sal de la tierra de por aquí, esta es su tierra, es su ciudad, son sus negocios y los habitantes son sus ciudadanos. Ellos han invertido su tiempo y dinero, hasta su vida, en hacerla crecer a medida que se beneficiaban enriqueciéndose a su antojo y sin dar mucha o ninguna explicación, tal vez entre sus pares a la hora de repartir beneficios, residencias, matrimonios de prestigio y futuras vejeces bien conservadas, casi juveniles, desde las que observar y vigilar cómo sus cachorros se organizan según repartos de poder acordados de antemano. Mientras, disfrutan de un merecido retiro rodeados de nietos prudentemente apartados, vacaciones de primera y más años en los que presumir de aspecto y un respeto local tan cristianamente ganado como merecido.

 

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