En el ajetreo de la hora de vuelta a casa el personal corre hacia los andenes como si le fuera la vida en ello, de su celeridad o demora depende llegar a casa media o una hora más tarde, ya entrada la noche, por eso a nadie le apetece perder aún más tiempo en la estación haciendo lo que se hace cuando no hay nada que hacer, esperar ¡como si ya no se hiciera en infinidad de momentos a lo largo de la jornada! Pero para ellos el tiempo, como suele, está hecho de otros materiales, no es el de los demás, el suyo siempre es demasiado corto, más apremiante cuando están juntos y muy largo cuando las circunstancias personales y familiares obligan a otras cosas que no sean estar mirándose, o más juntos, sintiendo que no pueden permanecer separados ni un minuto más. Por eso sus besos y la pasión que los alimenta luchan a brazo partido contra las despedidas, también contra esta, besos tan impacientes como definitivos, como todo lo que sucede a su edad; siempre últimos, allí, en medio del vestíbulo de la estación, ajenos al trajín de esos otros obligados por otras circunstancias sin interés, obligaciones ininteligibles para quienes viven cada minuto de sus vidas enredados entre las exigencias del amor. También, como supondrán, su deseo es el mayor imaginable, y la desesperación de sus besos única e intransferible. Apenas una breve interrupción para separarse, mirarse a los ojos y vuelta a empezar, en el mismo y reducido espacio, de pie derecho e incapaces de desatarse para correr cada cual a su correspondiente andén, tal vez con menos prisa, porque en estas situaciones las despedidas no tienen una explicación razonable. Cuando llega el momento, después de volver a mirarse atados por las manos, de decirse adiós sin palabras, girándose cada cual hacia su correspondiente escalera. Pero no han llegado cuando el no por esperado menos inevitable giro de cabeza para una nueva mirada, siempre última, les hace retomar sus pasos y reunirse unos metros más abajo para volver intercambiar esos besos que, sin saber por qué, se habían quedado en el tintero o el mismo deseo, atrapado en el difícil y único desasosiego del adiós, ha vuelto a soñar. Otros pocos segundos materialmente pegados hasta que, como de costumbre, uno de los dos, la cabecita más sentada o responsable, fuerza la separación y ya si, esta vez definitivamente, obliga al adiós que los lleva por aquel día hasta escaleras y trenes distintos, diferentes familias, otros problemas y obligaciones y una ansiedad común que contará los minutos como si fueran horas, hasta que mañana, nuevamente, vuelvan a respirar al unísono tras el dolor de otra obligada separación. Cuántos quebraderos de cabeza procura el amor, qué pequeño y ajeno es el mundo cuando se apodera de estos jóvenes que aún no han salido del cascarón y sienten que la vida les rebosa por los cuatro costados.
Se suceden las carreras hacia los andenes, los mismos agobios cuando probablemente uno de los dos, en su tren a casa, vuelve a soñar despierto, y el otro, obligado por la distancia, ya está con el teléfono en la mano escribiéndole a su amado ese último pensamiento que no debe escaparse ni perderse.