Llama la atención que gente que desprecia cierto tipo de cine o aborrece a un determinado director cinematográfico dedique páginas enteras a poner a caldo una película o a un director que no es de su agrado; con lo fácil que es quitárselo de encima de un plumazo, o simplemente ignorarlos. Digo esto porque después de ver la película de Woody Allen tropecé por casualidad en internet con un comentario o crítica insufrible y destructiva de la misma a cargo de un crítico o aficionado al cine al parecer con bastantes problemas personales. Me quedé asombrado de las frustraciones, bilis y mala leche que pueden ladrarse con tal de desahogarse contra algo o alguien que no te gusta. Igual alguien más lo lee.
Bueno, a lo que iba. De entrada, el cine de Woody Allen te gusta o no te gusta, si eres capaz de conectar con su particular e inteligente sentido del humor y la permanente ironía que el autor y director destila en cada uno de sus largometrajes tienes mucho ganado; luego los habrá mejores y peores, más o menos redondos, originales e incluso repetitivos. Por eso creo que no tiene sentido aplicarle a Allen el criterio comercial al uso -que tampoco a él le interesa- a la hora de valorar o juzgar su cine porque Woody Allen es un tipo que en algún momento decidió hacer de su propia vida una película continua. Hay gente a la que uno no traga porque no le encuentra la gracia ni sabe cómo meterle mano y no pasa nada. El cine de Woody Allen es Woody Allen, y Woody Allen hace ya tiempo que descubrió que la vida es un negocio de amores y desamores protagonizado por hombres y mujeres atrapados en su propia incomprensión, unos personajes débiles y volubles que andan permanentemente fluctuando entre los sueños, sus deseos y la propia realidad sin saber muy bien en qué lado quedarse. Por eso el cine de Woody Allen no necesita cambiar, porque las circunstancias, posibilidades, sorpresas y dramas que pueden darse entre las personas son infinitos; puede que no siempre esté acertado, pero esos son sus materiales de trabajo.
De esas dudas permanentes nos alimentamos los humanos y se alimenta su cine. También es cierto que hay personas que, dicen, jamás se equivocan y siempre han tenido clarísimo lo que quieren y son -yo de ustedes no me fiaría mucho de esos raros especímenes-; como hay otras que ven el cine como una forma de evadirse de la cruda realidad para las que el cine de Allen está de más, viene a ser más de lo que ellas mismas tienen -eso sí, con más dinero y escenarios caros- y en muchos casos no les satisface, por lo que prefieren cualquier entretenimiento que las saque de sus comunes vidas. Son más entretenidas las películas de zombis, violencia y crueldad gratuitas, asesinatos a tutiplén o las de impecables persecuciones envueltas en una producción de lujo. A fin de cuentas para quien no se gusta a sí mismo verse reflejado en la pantalla siempre le parecerá mal, desacertado o inconveniente, da igual cómo se lo sirvan.
Café Society es otra historia de amores y desamores en la que aparecen el jazz y New York como telones de fondo -en mi caso excusas perfectas para acudir al cine-, con un guión que no es perfecto pero casi, con trucos y recursos de cineasta experto a la hora de unas rápidas descripciones y elipsis que no son muy importantes o no vienen al caso porque la cuestión va por otros derroteros, pero con la nada frecuente y poco valorada virtud de no ser una película previsible en cuanto a su desarrollo y final, además de entretenerte durante su duración sin necesidad de mirar el reloj; circunstancias que hoy día son de agradecer, sobre todo si no hay por medio carísimos efectos especiales, toneladas de relleno digital o se trata de algún remake, secuela o precuela de turno. Una película protagonizada exclusivamente por personas que, como nosotros, también andan con problemas de amor e identidad.