De lenguas (Navarra)

El camarero, no sé si también dueño o encargado, tanto da, nos había llamado la atención por su amabilidad, una amabilidad fácil y elegante a años luz del servilismo más zalamero que impera en infinidad de establecimientos en los que uno no sabe si le están atendiendo o tomándole el pelo. Daba igual si el tipo era de allí o no, lo que permanecería sería su esmerada y tranquila educación en aquel pequeño pueblo navarro, camino a Roncesvalles, donde comimos tan estupendamente. Es más, cuando llegó el momento de decirles el importe a unos moteros alemanes, sentados en la mesa de al lado y de aspecto imponente, tuvo el detalle de excusarse en el escaso alemán que sabía por haberles atendido en inglés. De alguien así no te olvidas, ni de su cara ni del lugar.

La pareja con la que hablamos es simpática y atenta, poco a poco la conversación acaba derivando hacia los niños, también los suyos, que a poco aparecen por una esquina; los chavales se nos quedan mirando y la madre se siente en la necesidad u obligación de explicarles quienes somos, pero lo hace en eusquera, por lo que no nos enteramos de lo que les dice. La pequeña charla termina y nos despedimos. De regreso al coche voy pensando si es de buena educación hablarles a los niños sin que nos enteremos de lo que les están diciendo, puesto que la conversación sin ellos se estaba dando en castellano… o es que -pienso de pronto- los niños no saben castellano… pero ¿cómo se puede educar a unos niños en este siglo exclusivamente en eusquera -por muy idioma local que sea- y negarles la posibilidad del castellano, otra lengua que no tendrían ninguna dificultad en aprender y con la que podrán moverse por medio mundo sin problemas, amén de conocer y saber directamente de lugares y millares de personas? Probablemente me equivocara y sólo se tratara de un mal gesto intrascendente de los padres hacia nosotros antes que de la lamentable ignorancia de unos niños.

Una joven pareja reglamentariamente vestida de vascos de película, cortes de pelo incluidos, pregunta en eusquera a una mujer mayor asomada a un balcón por la plaza del pueblo y la mujer les indica en un castellano de excelente pronunciación por dónde ir. Bien por la señora; quien pudiera tener esa versatilidad a la hora de los idiomas.

El último. Deambulando entre una niebla que literalmente te empapa a los cinco minutos y unas vacas que pacen ajenas a una frontera físicamente inexistente e innecesaria, ora en Francia, ora en España, nos detenemos ante una placa recién plantada en el suelo. En ella se homenajea a unos señores que durante la Segunda Guerra Mundial se dedicaron a poner a salvo de los nazis a bastantes ciudadanos que, de lo contrario, habrían dado con sus huesos en un campo de concentración. Pero la inscripción de la placa que informa de los sucesos está escrita en francés y en eusquera, por lo que inevitablemente me pregunto por qué no hacerlo en más idiomas, entre ellos el español, puesto que se trata de una frontera española. Con esa información añadida o multiplicada muchas más personas sabrían de las hazañas de tan meritorios y casi desconocidos ciudadanos que arriesgaron sus vidas para poner a salvo a algunos de sus semejantes, a los que probablemente no preguntaron qué idioma hablaban para concederles el beneficio de su ayuda.

 

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