Pamplona (y San Fermín)

Exceptuando la cuesta, la calle Estafeta y los alrededores de la plaza de toros -y en todos estos lugares nunca de forma estrafalaria o abusiva-, además del extenso despliegue de medidas disuasorias y de prevención dispuestas alrededor de todas las zonas verdes cercanas o no a los lugares antes mencionados, Pamplona no deja de seguir siendo en las fechas previas a “su fiesta” una ciudad tranquila, ordenada, luminosa y monocorde obligada en cierto modo a cargar cada año, cuando llega Julio, con una tradición y fama debida en parte a la presencia antaño durante estas celebraciones de ciertos tipos famosos y a la voraz propaganda internacional deseosa de clavetear puntos en el mapa a los que embarcar a desocupados con una buena chequera o sin un duro en el bolsillo pero muchas ganas pasarlo bien gratis; hechos y circunstancias que han convertido a la ciudad en un objetivo indispensable de la juerga mundial, cruz que parece llevarse entre la población local con más resignación que entusiasmo. Unas fiestas que si en tiempos pudieron pasar por exclusivamente locales, hoy y en los días previos dan la impresión de soportarse entre muchos de los naturales con más inercia que alegría. La fiesta en Pamplona está ahí, a la vuelta de la esquina, no hay como ojear la prensa nacional e internacional para toparse con una excitación impostada de la que probablemente reniega más de un pamplonica, más apegado a su cómoda cotidianidad que a la fama que pueda traerle su supuesto internacionalismo de agencia de viajes. Porque Pamplona no se siente como una ciudad de fiestas multitudinarias, no es una ciudad cosmopolita, ni le interesa, no es una ciudad de moda, tampoco, ni internacional, ni que se preocupe por estar en los medios de comunicación por cualquier causa, todo lo contrario; Pamplona, la Pamplona que uno pisa y ve horas antes de su fiesta principal, es una ciudad para vivir, con todo lo que ello significa, un vivir de esfuerzo diario, para eso la trabajan y lustran sus habitantes; de fácil acceso, utilitaria, con infinidad de zonas verdes, un tráfico fluido y organizado y un casi anodino trajín que se dispone, inevitablemente y otro año más, a hacer un alto y pasar por el aro de los festejos multitudinarios de fama mundial, circunstancia para la que se prepara en algunos casos como si se tratara del último día de su existencia.

Sin grandes tiendas, sin grandes espectáculos, cotidiana, amable hasta la indiferencia, dedicada a sus problemas, que los tendrá pero no se ven, fácil de caminar y de descansar, práctica y recelosa de su intimidad; y precavida ante las consecuencias no deseadas –que, como muy bien saben, siempre las hay-, para lo que se prepara a conciencia.

Cuando San Fermín se haya ido, para los de fuera y para los de dentro, Pamplona volverá a ser lo que es, una aburrida ciudad dedicada a sí misma y a sus habitantes en la que la vida de cada día es la fiesta más importante.

 

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