Mientras leía la novela de Don Winslow El cártel, un actual y estremecedor paseo por la geografía mexicana vía usos y costumbres de las bandas de narcotraficantes que controlan la totalidad del país -desde la frontera guatemalteca hasta el Rio Grande-, se me ocurrió comentar con algunos amigos la escandalosa actualidad de los hechos y situaciones que aparecen en la novela, un muestrario de brutalidad criminal que gobierna el funcionamiento de los cárteles de la droga y cómo las gastan con quienes cuestionan o tratan de impedir sus actividades; una apabullante suma de datos que, siendo ya sabidos por casi todo el mundo, no dejan de sorprender, sobre todo en lo que se refiere a la corrupción que impregna la totalidad de la administración mexicana, desde el palacio presidencial hasta el último paria del país.
Uno de mis interlocutores de entonces me contestó diciendo que aquello no dejaba de ser una novela y muchos de los crímenes y venganzas salvajes que en ella aparecían invenciones del autor para dar un sabor espeso y picante a su creación. No supe o no quise discutir aportando en mi favor la numerosa literatura de no ficción que existe sobre ello y cómo la realidad mexicana viene superando a la ficción en más situaciones de las que desearíamos. Tampoco se trataba de echar más leña al fuego afirmando o acusando a un país que, sinceramente, a veces creo que no existe como tal, sino que se trata de una estructura administrativa que funciona como un estado al uso mantenida y controlada de arriba abajo por el dinero y los capos de la droga, es decir, son ellos quienes dicen quién si y quién no se sienta en qué silla. Los esfuerzos de sus ciudadanos por dar una impresión de normalidad ante el mundo imagino que serán tan numerosos como agotadores, así como el posicionamiento por parte del mundo tratando de no hacer más leña de lo que ya de por sí es una situación lamentable que, imagino, la mayoría del pueblo mexicano sufre sin saber cómo evitar, superar o deshacerse definitivamente de ella.
Pero tan cierta como aquella es esa otra realidad de una civilización occidental que cría a infinidad de egoístas autoindulgentes enamorados de su propio ombligo que confunden libertad con el derecho a ponerse hasta el culo de estupefacientes como único o exclusivo signo de diversión, importándoles un pimento dónde y qué situaciones fomentan tan frívolas y vacías apetencias personales, además de no faltarles tiempo ni ganas para esgrimir en su favor su bien ganado derecho a divertirse como les apetezca; y ni hablar de saber o preocuparse por la violencia y opresión que posibilitan su ocio asesino entre quienes probablemente no consideran sus iguales -habitantes de un tercer mundo subdesarrollado. Sin esos capullos irresponsables que juegan a sentirse dueños de sus vidas (?) confundiendo placer con adicción -no pretendo entrar en temas mayores e irreversibles- no existiría el negocio de las drogas, y digo negocio porque quienes legalmente dirigen este mundo permiten y fomentan tales situaciones y, por supuesto, no desaprovechan la oportunidad de dar satisfacción a su codicia a costa del “caso aislado” de la “política mexicana”. ¿Alguien se atreve a decir cuántos gobiernos y países visten como tales siendo sus disfraces políticos una tapadera con la que disimular el tráfico de estupefacientes a nivel mundial? Eso si es un negocio a gran escala y no la minucia de los papeles de Panamá.
Hace unos días recordaba aquella conversación y a quién entonces me contestaba asegurando que los hechos y escenarios de la novela eran eso, una novela; y lo hacía debido a una noticia, otra más, aparecida en la sección internacional de un periódico nacional en la que la difícil situación en México volvía a ser protagonista; en este caso la ciudad era Acapulco, antaño centro vacacional de la jet set norteamericana, y la cita es textual:
Comerciantes, taxistas y lancheros, lo mismo da, viven ahora bajo extorsión. A los maestros se les asalta en las escuelas, y en las playas se mata desde motos acuáticas. No hay límites. Enclavada en Guerrero, el Estado más violento de México, la ciudad es un juguete en manos de los capos. De poco sirven las patrullas militares y los refuerzos policiales. En lo que va de año han sido asesinadas más de 225 personas, 38 de ellas en Semana Santa. La Asociación de Comerciantes de la Costera, harta de ver la muerte como cliente, ha sorprendido al país con una terrible petición: que el Gobierno les condone los impuestos para poder pagar la cuota al crimen organizado. El ruego incluye una delicada mención a los delincuentes para evitar que más de una banda extorsione al mismo local: “Tenemos un doble Gobierno y este es un llamado respetuoso a ambos. Al Ejecutivo, porque sabe lo que estamos viviendo. Y a la delincuencia organizada, porque también son seres humanos y les pedimos que se pongan de acuerdo sobre quién y dónde van a gobernar”. (El país 4 de Abril de 2016).