En pueblos pequeños y más o menos grandes, como éste en el que habito, apenas existen lugares de copas porque la gente ya no sale de copas, esa actividad exclusivamente lúdica que tan solo hace unos años congregaba y/o reunía en locales creados ex profeso a una concurrencia con ganas de pasar un rato agradable y en buena compañía. Estos locales de copas no eran bares de caña y ración de calamares, sino establecimientos que ofrecían otro tipo de ambiente, generalmente nocturno, para lo cual cuidaban con cierto detalle tanto la disposición como la decoración del mismo; también ofrecían música a distinto volumen, más alto o más bajo según la hora, sin olvidar que el objetivo principal era que los clientes permanecieran allí el mayor tiempo posible cómodamente instalados. También había otros locales en los que la copa era la excusa para una música que con el paso del tiempo fue haciéndose cada vez más mecánica y ruidosa, por lo que el recinto también dejó de ser un lugar donde charlar mientras dejabas que el tiempo se diluyera como un trozo de hielo, sin prisas. No cuenta esa otra gente para la que salir de copas significa acabar rodando calle abajo repleto de alcohol, es una de las excepciones, pero no es generalizable.
Hoy por aquí ya nadie se molesta en abrir locales y decorarlos con cierto gusto. Ahora, el mismo bar de calamares de toda la vida instala cuatro luces, deja caer al azar cuatro pales y tres cubos de madera, hace desaparecer mesas y sillas y atruena el local con un ruido ininteligible que dicen música y ya tenemos un bar de copas, o sea, nada.
También es cierto que en la mayoría de los pueblos no hay ni abren lugares de copas porque el mayor empresario de la localidad, es decir, el Ayuntamiento, se viene encargando de monopolizar el negocio patrocinando indirectamente un macrolocal que engulle a la mayor parte de los jóvenes los fines de semana y las vísperas de festivo -y ahora, en verano, casi cada día-, todos juntitos en el querido “botellón”. El empresario municipal suele disponer una zona sin límites previamente acondicionada para tal fin, allí acuden peatones y vehículos particulares que con antelación se han abastecido en “mercadonas”, minitiendas y “24 horas” de alcohol barato, azúcar en refrescos y hielo para lo que dé de sí la noche. Lo preocupante del caso es que a medida que van pasando las horas el macrolocal del “botellón” acumula cada vez más clientes que multiplican exponencialmente la basura, hasta el punto de que hay un momento en el que uno ya no encuentra diferencias entre bolsas de porquería y bolsas de alcohol ocupando cualquier espacio libre, además de otros plásticos, miles de envases vacíos, vómitos, coches horteras, orines y personas, todo envuelto en un caos de ruidos que nadie escucha y a nadie parecen molestar; un cuadro negro que transmite una imagen de pobreza e ignorancia que deja a la luz lo que somos, básicos y refractarios respecto de todo lo que huela a comunidad.
Está tan bien organizado el lugar que no es extraño que cualquiera con ganas y valor para algo más encuentre sin mucha dificultad un puesto de venta de sustancias prohibidas o pastillas para flipar o ir más allá de las manos con la pareja de turno, según tenga uno el cuerpo. En fin, que el local también suele estar a la última en cuanto a proveedores. Luego, cuando la noche comience a clarear y los clientes vayan despejando la zona, convertida en un gigantesco basurero, para regresar unos a sus cuevas y la gran mayoría a amodorrarse bajo las alas de papá y mamá, la patrulla especial de limpieza a cargo de la empresa municipal dejará el lugar tan limpio como una patena para que los buenos y respetables señores del pueblo puedan dar su paseíto matutino con toda comodidad y sin sobresaltos.
Que una gran parte o la totalidad de la población joven se congregue durante esas horas nocturnas para consumir alcohol malo y peor servido con el obligado consentimiento del excelentísimo Ayuntamiento de turno es un buen ejemplo de cómo hemos hecho las cosas, habituados como estamos a vivir de espaldas a lo que no nos interesa ni nos afecta directamente. Así, una parte de la población continúa instalada en la creencia de que el mundo sigue siendo como Dios manda -porque y si es necesario el mismo Dios proveerá- y la otra renegando y huyendo de lo que odian, menosprecian o simplemente no entienden para acabar sentados en un bordillo hurgando como pordioseros en una bolsa de plástico, tragando alcohol barato vertido en vasos también de plástico y, si viene a cuento, apostando hasta caer redondos y acabar en Urgencias. Todo ello sin necesidad de locales ni decoraciones originales o atrevidas, ni atención al cliente; sin expertos camareros ni ningún barman que sepa elaborar y servir un coctel correctamente. Ir de copas hoy en muchos lugares de este país es matar el tiempo en medio de una calle repleta de mierda vestidos de domingo.
Por cierto, ¿quién o quienes habrán educado a la sucia y semianalfabeta gente del botellón?