Hay comparaciones odiosas y algunas otras que procuran descubrimientos curiosos y hasta sorprendentes, aunque intentar establecer comparaciones o similitudes entre dos películas no deja de ser una cuestión de gustos, opinión o de rebuscadas casualidades o coincidencias que en principio poco o nada tendrían que ver con las mismas.
Amor y Nebraska son dos películas que probablemente no tengan ningún elemento en común, dos creaciones bien distintas realizadas por autores con una idea clara de lo que debería ser el resultado final de su trabajo, el resto, lo que viene a continuación, es inventado.
Amor es, sobre todo, una película francesa. Desde el mismo título hasta el último plano es un espléndido intento de materializar una imagen mayúscula de un sentimiento mayúsculo protagonizado por actores mayúsculos. Y qué mejor para hablar de ese sentimiento tan universal e inaprensible que localizar la acción en una ciudad también universal, París, obligado fondo contra el que situar el epílogo de una profunda y prolongada relación ante la que el espectador no puede menos que permanecer en silencio, amenazado por el previsible final de una convivencia y unas vidas bendecidas con un intenso aroma que en su recta definitiva van dejando lentamente un denso poso, condenadas a un desenlace que se sospecha desolador.
Y es una película francesa porque haciendo una aventurada lectura de la misma muestra en la pantalla los últimos coletazos de una grandeur intelectual burguesa de la que tan orgullosa se ha sentido el país galo, una grandeur relegada a un papel secundario por un voraz y frenético presente que tan sólo sabe o puede ofrecer agradecimientos e incomprensión. Son los restos de una alta cultura muy querida por el alma francesa, añorante de unos buenos y tal vez mejores tiempos pasados, que en la actualidad viene quedando confinada a profesionales jubilados propietarios de un piso de renta media en el mejor París de siempre, apenas sin voz y ya casi sin voto.
Nebraska también es una película dedicada el final de la vida realizada en un país muy distinto y con unos personajes en las antípodas del matrimonio burgués centro de la película francesa. Aquí el protagonista es un tipo del que sólo puede decirse que ha sido una buena persona a la que ahora tienen que soportar familiares y amigos; este importante y concluyente cambio de verbos -soportar en lugar de convivir- sucede en una etapa de la vida en la que la amorosa y fiel convivencia francesa se transforma casi en abandono y el subsiguiente deterioro, tanto físico como psíquico, al que añadir una grotesca incomprensión y falta de ternura que deja en mueca más de un intento de sonrisa por parte del espectador. El personaje principal carece de todo pedigrí y las relaciones familiares entre una gente más bien vulgar y de escasas aspiraciones andan peleándose con los sentimientos, que afloran con dificultad, si es que pueden verse y los personajes se atreven con ellos, rozando a veces la ordinariez y la simpleza más descarnada.
Aquí no se muestran vidas excelsas ni profesionales de renombre, tampoco alta cultura, sino ese vivir tan americano que lleva incorporado un enraizado sentimiento de libertad transmitido a través del inconsciente colectivo -sentimiento que muchos estadounidenses encontrarían difícil de hacer entender a cualquier foráneo-; un sentimiento que acredita por sí sólo ese exclusivo derecho a vivir de cualquier modo en cualquier lugar, en un país donde las formas y las clases, la opinión pública o el status social equivalen a dinero, y sin él únicamente queda la decadencia o extinción de pueblos y gentes unidos hasta la muerte y alejados de un presente que se cuece en otros lugares, comidos por una soledad y una indolencia que acaba traspasando la piel de las personas e instalándose en su particular idea de la vida y el mundo.
Dos grandes películas que muestran las dos caras de un amor en el que la actualidad no tiene tiempo para entretenerse, además del alma de dos países y la decadencia de dos modos de vida. Dos películas encargadas de remarcar, con solemnidad o mediante una escueta narración desprovista de todo adorno, las dificultades que implican la convivencia y dedicación común, valorando y ensalzando de distinto modo una esencia compartida que todavía posee la capacidad para humanizarnos como personas. Dejando al espectador en el inevitable silencio que sucede a todo final, incluso el de quien imaginando también su futuro y ante el inconveniente de tener que pensar acerca de él, o jugar a decantarse por una variación, prefiere dejarlo para otro momento, se trata de cine.