Con todo el jaleo que se viene armando alrededor del Papa y su dimisión, que nadie en la tierra puede aceptar porque no hay en la tierra nadie superior a él, nos tocará aguantar a ignorantes, necios y tertulianos ladrando sandeces a diestro y siniestro durante las siguientes semanas, eso sí, sin que nadie sepa con una mínima fiabilidad, o sencillamente no tenga puñetera idea, de qué está hablando; en este país de catetos la cuestión es crear polémica a costa de lo que sea, para cuando alguien se pregunte a qué venía tanto barullo, tal polvareda, el negocio de los de siempre ya estará hecho y finiquitado. Además, creo que a nadie le ha preocupado curiosear y entender que el todavía actual Papa siempre fue un hombre de estudio, más apegado a los libros, la pluma y los comentarios que a pasear su título por los cuatro puntos cardinales para jolgorio y éxtasis de millones de pobres almas desorientadas o simplemente perdidas, y ha sido tal su hastío al tener que sufrir en sus propias carnes las guerras, deudas, traiciones, sevicias y venganzas que se cuecen en toda diplomacia y política que no se ha sentido capaz de torear con ello y salir airoso, porque eso sin duda le habría supuesto el olvido y menosprecio de su propia integridad, tanto personal, religiosa como intelectual. De tales lodos estas consecuencias.
A lo que iba, uno de estos días tropecé con una “tertulia” televisiva de voceros y voceras trajeados/as que no decían nada interesante cuando, para mi sorpresa, la cámara se detuvo en un señor prelado de alzacuellos y negro riguroso. A una pregunta de la moderadora -o reverencia, por cómo la formuló, ya que sólo le faltó pedir perdón al reverendo por osar interrogarle, ella, una vulgar y pecadora mujer- el tipo en cuestión comenzó a disertar con esa voz dulce y atildada, preñada de placidez y sabiduría y acompañada de una permanente sonrisa de condescendencia que destilan los emisarios de la iglesia cuando se dirigen al vulgo, zanjando la cuestión en un tiempo prudente pero no escaso y sin que ninguno de los otros contertulios osará interrumpirlo, ya que todos lo miraban arrobados e iluminados por su bendita presencia, partícipes en una comunión de purísima beatitud. Para realzar la escena el realizador se encargaba de fijar la cámara de tal modo que apareciera el torso entero del jerarca, al que solo le bastó alzar las manos y darnos a ellos y nosotros la bendición. El papel del realizador a la hora de elegir la toma de la cámara era curioso porque cuando la moderadora o el resto de los tertulianos aparecían en pantalla la imagen que proyectaba el televisor era únicamente del rostro, con todas sus bilis e imperfecciones, menos en el caso del prelado, en el que parecía más importante mostrar la imagen completa, ropaje incluido, intentando enaltecer la importancia y solemnidad de las palabras del señor de la iglesia. Cuando hubo acabado el religioso el silencio todavía se mantuvo durante unos segundos antes de que alguno de los presentes empezara a decir algo -imagino que la tardanza fue debida a la necesaria reflexión ante las sabias palabras del cura.
En definitiva, que aquello tenía un tufo carpetovetónico a sacristía que daba miedo, infundía un sagrado temor que obligaba a la circunspección y el comedimiento, o más bien mostraba una sumisión y deferencia de idiotas sabedores de su insignificancia ante quien dice conocer de primera mano la palabra de Dios, la exhibición de un servilismo de ignorantes cazurros que no veía en televisión desde los tiempos de la dictadura. Tanto ladrar y ladrar, criticar sin medida, insultar a tutiplén, acusar sin base ni argumento para que luego llegue un cura y a todos esos viles solo les falte arrodillarse y rezar un avemaría.