Un pueblo

Digo un pueblo porque en ellos los habitantes se hallan mucho más próximos entre sí que en las grandes ciudades, y en este del que les voy a contar gobierna desde hace unos meses -¡por fin!- lo que antes era la oposición, una oposición que después de cambios y más cambios a lo largo de los años no es que haya dado con la fórmula para ganar las elecciones, sino que más bien ha recogido la frustración de unos habitantes a los que eso de la política siempre les pareció una forma práctica y cómoda de ganarse la vida a costa del erario público, o sea, que da igual lo que pienses o valgas, la cuestión es colocarte y colocar al mayor número de los tuyos. Así que esta casposa y siempre antigua oposición, tirando de caras nuevas e ideas viejas, ha dado con un “nuevo” equipo de gobierno hecho con dos vestidos y cuatro trapos, un batiburrillo de gente “de su padre y de su madre” que en algunos casos no hay por donde coger. Les sigo contando.

El nuevo alcalde es un tipo joven siempre sonriente y con cara de no enterarse mucho de qué va la cosa que acude presto a cualquier “acontecimiento” con la televisión local pisándole los talones. Aparte de sonreír y asistir circunspecto a procesiones, romerías, reuniones decorativas y espectáculos taurinos no se le conocen otras cualidades más o menos significativas, a lo que hay que añadir su pobre cultura -perdón-, escasos conocimientos y nulas habilidades en cuanto a comunicación, gestión, relaciones sociales o trabajo con personas. Ante tal pavorosa circunstancia el Ayuntamiento se ha visto en la obligación de buscar y pagar un secretario muy personal que lleve sus asuntos, una minucia con despacho y buen sueldo. A su lado suelen desfilar, según la importancia del acto y su catalogación por parte de la oficina de prensa del Ayuntamiento, tres o cuatro concejales de distinto sexo que, apremiados por «las necesidades de su cargo», se han visto en el apuro de tener que renovar completamente sus vestidores para asistir prestos y lindos a cualquier evento que requiera o demande su presencia, sobre todo si hay que abrir la boca y decir lo primero que se les ocurra a sus siempre bien peinadas cabecitas o a sus bien puestos atributos -rijosas habilidades que se enorgullecen en mostrar y publicitar a la mínima ocasión-, lo que ha traído como consecuencia numerosos problemas con ciudadanos anónimos obligados a soportar falsedades, exageraciones, odios nada disimulados y situaciones de “aquí mando yo” que ya se pueden imaginar el ambiente que han creado entre los afectados y sus familiares y amigos. Porque para ellas y ellos la población simplemente no existe, bueno si, está representada por el cortejo de aduladores, “expertos” y posibles aspirantes que les siguen e intentan orientarles sin mucho éxito, porque ¿no son ellos los que mandan?

Pero la joya de la corona es el concejal de, no sé si hacienda, economía o presupuestos, da igual, pero en el pueblo es “quien parte el bacalao”, un tipo que recuerda al mejor James Cagney -en la cima del mundo- y como tal ejerce. Cómo no se debe fiar de su sombra ni, por supuesto, de absolutamente nadie que trabaje o haya trabajado en el Ayuntamiento, ha decidido cerrarlo económicamente a cal y canto. Inmediatamente después de tomar posesión de su cargo se descolgó anunciando que no había dinero para nada de nada -en un Ayuntamiento que, para variar, estaba bastante saneado-, y como primera medida bajó los sueldos de todos los empleados, excepto los del gobierno municipal y los de las personas que urgentemente contrató porque eran muy necesarias; a continuación paralizó todos los proyectos y obras en marcha, nadie sabe si para revisar las cuentas o porque tocaba. Se han recortado puestos de trabajo y nuevas contrataciones por estricta y austera economía, dejando de proporcionar servicios que sin ser onerosos en sí mismos proporcionaban bastantes alegrías a los ciudadanos; se han suspendido sine die grandes y pequeñas celebraciones, excepto las religiosas, también se vigilan con microscopio las compras -si usted necesita una goma de borrar pues no puede ser, borre con el dedo o, mejor, no se equivoque-. Todo ello ha provocado un ambiente general lleno de tensiones y recelos en el que todos desconfían de todos porque detrás de cada palabra o movimiento es probable que exista un motivo oculto y traidor -en los que ya estaban por vendidos y en los nuevos por posible transfuguismo-; nadie se salva de la lupa inquisitorial que busca con fruición un minuto vacío en la jornada diaria de cada puesto de trabajo para, a continuación, justificar con él la desaparición del puesto y el despido del empleado correspondiente.

Pero, y eso sí que es curioso, el tipo en cuestión se jacta en reuniones o en la intimidad de haber ahorrado miles de euros que descansan plácidamente en algún banco amigo mientras la población se deja abandonar sin rechistar, víctima de una inercia que ve cómo día a día el polvo y la apatía van sepultando carpetas y lugares vacíos -ni los jardines tienen flores, dentro de poco se secaran-. A todo ello el representante del tercer partido en discordia -pues hay un tercer partido en el gobierno municipal-, la llave de la legislatura, como bien se apresuraron en ladrar, se aburre en un despacho de muebles viejos sin responsabilidades ni sueldo, ni para él -o ella, es lo mismo- ni para la lista de parientes y amigos, futuros empleados, que probablemente dormirá oculta en algún cajón del escritorio de saldo sobre el que vegeta su estúpida inutilidad.

Ahora ustedes se preguntarán qué voy a contarles a continuación. Muy sencillo, ante tal panorama los habitantes, aparte de asentir dócilmente, han optado -cosa rara, eso de tomar una iniciativa y llevarla a cabo- por una solución muy del lugar: un buen número de ellos se ha dedicado a abrir bares, restaurantes, cafeterías y establecimientos de comida rápida. Si, como lo oyen, por aquí, como por la mayoría de pueblos de este país, los lugares de vino, cervezas, tapas y copas son bastante populares -miles de personas pasan más tiempo en ellos que con sus familias o en sus propias casas-, muchos dirigidos y administrados por los propios dueños, lo que facilita los horarios y minimiza los gastos. Pues bien, estos decididos ciudadanos han conseguido por sí solos -lo que es grata y sorprendentemente loable- una serie de acuerdos a la hora de estrenar locales, establecer condiciones comunes, horarios y precios que serían la envidia de cualquier gestor titulado; abren y cierran casi a las mismas horas -se permiten excepciones según el tipo de local-, mantienen precios similares, con ligeras variaciones según la oferta, y se intercambian ideas y nuevas formas de tener a los clientes sentados en las mesas o charlando en las barras -hasta hay un proyecto de vacaciones y cierres regulados, en función de intereses, claro-. Se suministran en común, dentro o fuera, con los mismos proveedores y según las necesidades de cada cual, tanto de productos básicos como mobiliario, contratan compañías de limpieza o servicios y funcionan de tal modo que puede decirse que prácticamente no existen para el Ayuntamiento -no quiero decirles la placidez y felicidad que fomentan entre la procelosa concejalía-. Pero es que hay más, con su forma de hacer, sus horarios y precios asequibles han logrado que la gente del pueblo esté de forma permanente en la calle, comiendo, de tapas o de copas, lo que ha hecho surgir entre la  alegre ciudadanía una especie de general y satisfactoria colaboración -prácticamente puede decirse que cada vecino tiene un familiar propietario de un café, restaurante, bar o casa de comidas- que, de hecho, se entrelaza y ramifica en una vivificante red que facilita y promueve la cohesión social y vincula muy estrechamente a cada uno de los habitantes con el resto. Es cierto que no se hacen grandes fortunas pero, esperanzadoramente, la gente ha decidido por sí misma que la única forma de que todos disfruten y ganen algo es moviendo el dinero. Y además vienen de otros lugares.

Así el Ayuntamiento puede descansar en paz.

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